Sobre la identidad nacional
Ciudad versus campo
Advierto que lo expresado anteriormente gira en el planetario urbano, o mejor, montevideano, cuyo centralismo vampirizó a la campaña, succionó sus mejores hijos, olvidó el pobrerío hacinado a la orilla de los caminos, miró puerto afuera y no cuchilla adentro. Una perversa dicotomía ha seccionado el cuerpo económico y social del país. Si bien la estancia y su imperio constituyen islotes de riqueza en medio de un océano de pobreza, cuando no de miseria, nada ni nadie ha podido repoblar ese desierto verde. El país profundo está hoy invadido por la flora alóctona, por la agricultura industrial, por una tecnología que despuebla en vez de agolpar racimos humanos en derredor de una producción socializada, de una autosuficiencia gestada en los pagos, de una ruralia que en vez de desangrarse crezca como un concertado organismo creativo. De suceder así, revitalizando el campo, será posible superponer una trama laboral racionalizada a la urdimbre de los legados folklóricos y a las plenitudes cósmicas de una humanidad que a pulso, sin tutores, levanta el árbol de la cultura en el jardín de la Naturaleza. Estamos aguardando la demorada alianza de la racionalización productiva con la tradición terruñera, de lo universal con lo local, de la idea con el músculo, de la usina tecnificada con la megamáquina humana, de la voluntad de obra con el coraje de la Patria Vieja. Hay que acabar con los desparejos y silenciados combates de la vigente aunque no nombrada lucha de clases y con los miles de carritos buchones que transportan los desperdicios de los hombres y convierten a los hombres en desperdicios. O hablando mas cortito y mas fuerte, para destapar los oídos sordos de mucha gente de nariz levantada que todavía respira entre nosotros: hay que abrirle cancha a las políticas sociales que dignifiquen al pueblo con destinos bien remunerados y no con las gárgaras retóricas de las fechas patrias. Los discursos exaltados no crean trabajo ni los ditirambos encendidos paran la olla. Nada bueno pueden esperar quienes han renunciado a la generosidad épica y el desinterés heroico de aquellos bravos orientales, representantes de la humildad vestida de grandeza que, con la ropa en jirones y las barrigas hambrientas, revistaban, a lanza seca, en los ejércitos criollos del Jefe de los Orientales y Padre de la Confederación de los Pueblos Libres. Pero tampoco nada bueno podemos recibir si no renunciamos a las parvas del pais de paja, al Uruguay del "no te metás", a la mitología de las estatuas, a los reclamos de los intereses espurios que sustraen a la presencia y esencia del pueblo llano las notas auténticas de la voluntad nacional. En vez de firmar cartas de intención con los usureros de afuera y desconocer las voces de la democracia directa, es decir, el pronunciamiento de la soberanía popular que está por encima de sus representantes políticos, acabemos con los desamparados de adentro para que este solemne compromiso adquiera la entusiasta legitimidad de una consigna reivindicativa, la consistencia de una misión fraternal, la alianza de la libertad con la justicia.
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