Autor:
Vidart, Daniel
El tema de la identidad está de moda. Se ha constituido en la cara vernácula, y a menudo chovinista de la moneda que exhibe en su anverso la cruz de la globalización. Su difusión en los países de economías dependientes es uno de los indicadores de la crisis, es decir, del cambio rápido instalado en la cruz de los caminos históricos que llevan, el uno a la esperanzada huida hacia delante, y el otro hacia un pasado convertido en una nostálgica Edad de Oro. Y ello sucede sin que la mayoría de los protagonistas tengan clara conciencia de la angustiosa disyuntiva propuesta por la civilización mundial contemporánea: Ser o Tener, Homogeneización o Diferenciación, Humanópolis o Necrópolis, Comunión o Insularización, Alteridad o Identidad, Realismo o Nominalismo, Universalidad o Relativismo.¿Que se esconde tras las nieblas del inmediato mañana, dada la aceleración de la historia :¿una nueva Edad Media o un mundo computarizado, robotizado y clonizado?
La pregunta por la identidad, entonces, remite a las fuentes, separa, recorta, reclama fidelidades y adherencias. Ante el poderoso viento de lo macró-idéntico que sopla desde el mercado mundial de íconos fugaces, objetos ubicuos y noveleras tecnologías, esta estrategia supuestamente protectora de la originalidad de las comunidades y los grupos de compadrazgo genérico, procura erigir abrigos donde puedan refugiarse y florecer, como en un invernadero, las afinidades electivas de las identidades y aún las micro-identidades. Lo macro-identificador, ese martilleo mediático del “haga lo que todos hacen y compre lo que todos compran”, como repite la propaganda comercial desde los centros del poder, impone sus padrones a las subculturas y a las identidades contestatarias con las que ellas reaccionan.
Este machacón estribillo nos remite a la etimología de los términos idéntico, identificación e identidad, cuyo común denominador es la voz latina ídem.
Idem significa semejante a algo o alguien. No se circunscribe a la mismidad del sujeto, no se agota en la naturaleza autista del ser sino que lo construye desde afuera, a partir de un modelo, de un paradigma real o ideal, y aún fantasmal, si bien esto suene a paradoja. El “todos somos charrúas” de ciertos fanáticos terruñeros así lo confirma. El Yo, ese entramado subjetivo de la condición humana, se recorta sobre el telón de fondo del Otro, que nos contempla también del mismo modo. La otredad no es un paseante solitario: desconfía y rechaza a dos puntas. El Otro es un Yo alienígeno que me contempla como al Otro. No existe identidad sin alteridad. Lo macro-idéntico, ese imaginero e imaginario que reparte a los cuatro vientos las máscaras de la civilización globalizada, induce a la asunción personal o grupal de los modelos impuestos por la cultura de masas, al emparejamiento por lo bajo dictado por la kitsch, a la falta de originalidad imperante en el pastiche. Las formas de ser, sentir y hacer que, coactivamente, penetran en los recintos sin blindaje de las etnias regionales, las ha obligado a una toma de conciencia, tanto al nivel del Ego como de la sociedad entera. De tal modo han silenciado las fanfarrias periódicas y los inventarios cotidianos de la autoidentificación, aquel buceo en el “nosotros” internalizado que se asumía como por inercia, favorecido por el re-conocimiento y la adopción de un familiar sistema de señales.
¿Cédula de identidad o de identificación?
No hay posible cédula de identidad, por más que así, erradamente, se la denomine. Se trata de una simple tarjeta de identificación. Es un documento externo y descriptivo: la identidad tiene que ver con la intimidad y no con una fotografía, unas fechas y una firma.
He aquí la lista incompleta de los estereotipos que se han fabricado desde la mirada del Otro y difundido por los medios privados y públicos de comunicación, esos persistentes y a menudo insidiosos artífices de la opinión pública: los uruguayos somos tristones, conservadores, nostalgiosos de perdidos paraísos, guapetones si cuadra, presentistas a fuer de desmemoriados, modestos sin humildad, amigos del caído y desconfiados del que triunfa, envidiosos en el púlpito y garroneros en la fritada y, según se repite con fastidiosa frecuencia, grises, siempre grises, no obstante el esplendor valeroso de la gauchería y el relumbrón atropellador de los guapos arrabaleros que un día se hermanaron con las alegrías de un fútbol de pierna fuerte y pase cortito y al pie, ya muerto y enterrado.
Para escapar siquiera por la tangente de la crónica, ya que no de la gran historia, es preciso salir a la descubierta y desnudarnos en la intemperie que enfría las viejas convenciones y convicciones, y, desde allí, avizorar los posibles modelos epónimos, descubrir las lealtades que reclaman las antepasadas consignas, develar los auténticos paradigmas colectivos en los que nos reflejamos y reconocemos.
La haragana permanencia en el cómo somos, un ejercicio de tipo intelectivo, se transforma de tal modo en la perentoria búsqueda del quiénes somos, una operación de tipo existencial.
Tres corrientes étnicas vierten aguas indígenas, africanas y euroasiáticas en el estuario de cuerpos, espíritus, sueños y vigilias que es nuestra patria. Un pueblo distinto somática y culturalmente del rigurosamente trasplantado propuesto por Darcy Ribeiro, no puede eludir los lejanos mensajes de los genes, ni los caminos secretos del mestizaje, ni los vasos comunicantes de la aculturación. De un modo u otro los hijos de los inmigrantes se relacionaron genética y culturalmente con los descendientes de la orientalidad, cocinada en la Patria Vieja, en cuya humeante olla hervía un caldo triétnico. El legado de los inmigrantes transformó a los orientales en uruguayos.
Inevitablemente, y pese a sus aspiraciones de “garra charrúa”, “alma negra” y prosapia europea, esos retoños americanos han acuñado, bajo los cielos que cubren las penillanuras de un territorio cuyo discutido nombre ampara todas nuestras ambigüedades, un nosotros solidario, forjado a lo largo de penurias y alegrías compartidas, de apetencias y repulsas populares, de utopías plausibles y moderadas topías. Ese latente “nosotros” enhebra etnias y pueblos de tres continentes con un hilo de biografías personales y crónicas locales bordadas en la colcha de retazos de la nacionalidad. Al cabo el “nosotros” es el crisol de los “otros”, cuyas alteridades se han convertido, proceso osmótico de por medio, en miméticas proximidades o, mejor aún, en subjetividades interactivas.
La existencia de un estilo uruguayo en el hablar, en el matear, en el hacer amigos, en el jugar al fútbol, en el tirar la bronca, en el fabricar sueños de grandeza y en el putear las crudas realidades cotidianas, caracterizan al colectivo humano de un país cuya estremecida y corta peripecia histórica no admiten el diminutivo de paisito, por inmensa que sea la nostalgia de quienes lo evocan desde lejos, extrañando la viveza criolla, el aldeanismo y la sobria ternura de puertas adentro.
¿Identidad o identidades?
La existencia de una nación uruguaya no dispensa de la diversidad de identidades forjadas en la densidad diacrónica de la historia y en el horizonte sincrónico de la geografía. La identidad es un reclamo interno, una demanda grupal, el manifiesto de una tendencia afectiva y voluntarista que pide desde lo profundo un antepasado común, una idea-fuerza dinamizante, un formato que cobre sentido a partir de un modelo ejemplar, por caprichoso e irreal que éste fuere. La identidad se orienta, afectivamente, hacia el “quiénes somos” mientras que la identificación se refiere, discursivamente, intelectivamente, al “cómo somos”. La una es una asunción de caracteres que apuestan a lo afectivo antes que a lo racional, una tentativa de descenso a la inmanencia del Ser; la otra, un inventario ascendente de rasgos compartidos en el dominio comunitario del Hacer. Hay entre ambas la distancia que media entre lo pensado y soñado por un lado y lo querido y logrado por el otro. En la búsqueda de lo diferente, del compartimento estanco, de la parcela propia reclamada por la sensibilidad y el sentimiento, caben actitudes que van desde el fundamentalismo riguroso a la filantropía empática. Todavía, se me antoja, no hemos logrado transitar por el camino del medio. Se trata de un viejo ejercicio, budista y aristotélico a la vez, que demanda una pulseada entre el corazón y la mente, entre lo que fuimos y lo que queremos ser como pueblo y como nación.
Si los elementos anteriormente enunciados poseen la requerida representatividad, trate ahora el uruguayo del común de bucear en sí mismo, de espejarse y a la vez reflejar a su prójimo, de ubicarse en este abanico electivo. Pero que la diversidad no se simplifique en un común denominador, incapaz de compaginar el mozalbete Carrasco con el “peludo” de Bella Unión, ni lo que planean y hacen los granjeros de Colonia Suiza con la vida perra de los marginados del Barrio Borro.
Un pensador francés, Jean - Marie Benoist, expresó las anteriores ideas con más acertadas palabras: " Una obsesión hace presa en nuestra época, saturada de comunicación : la del repliegue de cada uno a su propio territorio, en lo que hace su diferencia, es decir, su identidad separada, propia. Es el sueño de raigambre en el espacio insular de una separación. Al mismo tiempo, en múltiples círculos se insiste vivamente en proclamar la urgencia de una unidad del Hombre y hasta en recuperar la certeza tranquilizante de una Naturaleza humana. Es decir, de una Identidad Universal del Hombre consigo mismo, en forma, si es necesario, de una subjetividad trascendental".
El pulso dialéctico de la historia
Este pulso dialéctico ha pautado la historia del género humano a partir de los primeros grandes imperios del Viejo Mundo a los que deben sumarse los que en la antigua América extendieron sus cuatro brazos cardinales, como sucedió con el Tahuantinsuyo incaico. Pero los brazos amerindios resultaron mas cortos, empero, que las ansias de poder y riqueza de los jefes implacables que llegaron en las carabelas, aquellos “cisnes oceánicos” al decir de Hegel, que en realidad eran flotantes jaulones de buitres carniceros.
En la actualidad los modelos socioeconómicos y culturales impuestos por una civilización sojuzgada por la escala de valores y bienes imperante en una megalopotencia han despertado con vivacidad virulenta los reclamos de la personalidad extraviada, de la comunidad desvaída, del grupo insurgente que inventa o rescata identidades para insularizarlas luego, formando archipiélagos en el océano de una coactiva uniformización. En esa tarea se hallan hoy enfrascados numerosos compatriotas absortos en fabricar indianidades, negritudes, gauchomanías, gardelatos, tangocracias, futbolitis, carnavalosis y demás mitos que por si solos llevan a callejones sin salida, a marmitas de mentida autenticidad cuyas aguas, de tanto hervir, se evaporan y endurecen, ofreciendo óxidos y sales en vez de alimentos para las almas. Y al decir así apunto a esa materia invisible, a ese estilo de vivir y morir que conforma el ser y el obrar de un pueblo que ayer supo ser oriental y que todavía no acierta ser uruguayo. En definitiva, me refiero a una trama de cuerpos y de espíritus nunca acabada, cuyas hebras tejieron el tapiz del pasado y cuyos paisajes psíquicos y alamedas morales se tienden, ávidos de espacio, urgidos por el tiempo, hacia la nunca concertada, y por ello siempre elusiva, creación y recreación de la identidad nacional.
Si cabe todavía agregar algo, reflexionemos en un hecho al parecer curioso. Cuando no había globalización, o como quiera llamarse, los distintos grupos sociales y culturales del país disfrutaban de una rica movilidad horizontal, de un vaivén osmótico que propiciaba un mutuo re-conocimiento programático, fundamentado en una familiaridad solidaria. Hablo, claro está, del viejo, del sorprendente, del igualitario, del inusitado país del primer batllismo y el resplandor, luego oscurecido, de su vocación igualitaria. Pero la marea globalizadora anegó los territorios de la perseverancia constructiva y donde antes existía un extensión compartida surgieron “no lugares”, islas, arrecifes, aislados espigones de ideas o de emprendimientos. Y cada ínsula, que comenzó a considerarse como la única tierra firme posible, fabricó su infierno y su cielo propios, cambiando la horizontalidad democrática por la verticalidad autoritaria impuesta por el ghetto del dogma y el fundamentalismo de la secta.
Ciudad versus campo
Advierto que lo expresado anteriormente gira en el planetario urbano, o mejor, montevideano, cuyo centralismo vampirizó a la campaña, succionó sus mejores hijos, olvidó el pobrerío hacinado a la orilla de los caminos, miró puerto afuera y no cuchilla adentro. Una perversa dicotomía ha seccionado el cuerpo económico y social del país. Si bien la estancia y su imperio constituyen islotes de riqueza en medio de un océano de pobreza, cuando no de miseria, nada ni nadie ha podido repoblar ese desierto verde. El país profundo está hoy invadido por la flora alóctona, por la agricultura industrial, por una tecnología que despuebla en vez de agolpar racimos humanos en derredor de una producción socializada, de una autosuficiencia gestada en los pagos, de una ruralia que en vez de desangrarse crezca como un concertado organismo creativo. De suceder así, revitalizando el campo, será posible superponer una trama laboral racionalizada a la urdimbre de los legados folklóricos y a las plenitudes cósmicas de una humanidad que a pulso, sin tutores, levanta el árbol de la cultura en el jardín de la Naturaleza.
Estamos aguardando la demorada alianza de la racionalización productiva con la tradición terruñera, de lo universal con lo local, de la idea con el músculo, de la usina tecnificada con la megamáquina humana, de la voluntad de obra con el coraje de la Patria Vieja. Hay que acabar con los desparejos y silenciados combates de la vigente aunque no nombrada lucha de clases y con los miles de carritos buchones que transportan los desperdicios de los hombres y convierten a los hombres en desperdicios. O hablando mas cortito y mas fuerte, para destapar los oídos sordos de mucha gente de nariz levantada que todavía respira entre nosotros: hay que abrirle cancha a las políticas sociales que dignifiquen al pueblo con destinos bien remunerados y no con las gárgaras retóricas de las fechas patrias. Los discursos exaltados no crean trabajo ni los ditirambos encendidos paran la olla.
Nada bueno pueden esperar quienes han renunciado a la generosidad épica y el desinterés heroico de aquellos bravos orientales, representantes de la humildad vestida de grandeza que, con la ropa en jirones y las barrigas hambrientas, revistaban, a lanza seca, en los ejércitos criollos del Jefe de los Orientales y Padre de la Confederación de los Pueblos Libres. Pero tampoco nada bueno podemos recibir si no renunciamos a las parvas del pais de paja, al Uruguay del "no te metás", a la mitología de las estatuas, a los reclamos de los intereses espurios que sustraen a la presencia y esencia del pueblo llano las notas auténticas de la voluntad nacional. En vez de firmar cartas de intención con los usureros de afuera y desconocer las voces de la democracia directa, es decir, el pronunciamiento de la soberanía popular que está por encima de sus representantes políticos, acabemos con los desamparados de adentro para que este solemne compromiso adquiera la entusiasta legitimidad de una consigna reivindicativa, la consistencia de una misión fraternal, la alianza de la libertad con la justicia.
Doscientos años ¿de qué?
Las raíces orientales dieron vida y consistencia al tronco y el follaje de la nación uruguaya, cuyas etapas constitutivas definen tres tipos de criollismo, cuyos caracteres he procurado definir en mis mensajes orales y escritos de antropólogo militante. El conocimiento de estas fases formativas importa, y mucho, para definir y comprender el proceso histórico y los escenarios geográficos de nuestra cambiante y plural identidad.
Tal vez los lectores esperaban una encendida retórica acerca de estos doscientos años, que celebran el grito de Asencio, la Batalla de las Piedras, la digna “Redota” de Artigas y su pueblo y el comienzo de una emancipación regional que, según el ideario del Jefe de los Orientales, apuntaba a la Provincias Unidas, esto es, a una Confederación de Pueblos Libres y no a una Banda Oriental solitaria, anémica, desasida de las realidades de la historia y los dictados de la geografía. Muchos historiadores se han preguntado ¿doscientos años de qué? Yo, desde el terreno de la antropología, esa melliza de la historia, les contesto, comedidamente: Doscientos años de la forja de un pueblo, de la larga marcha para construir una cultura, de la aurora de una nacionalidad que ensayaba sus primeras y solidarias expresiones, de una política centrífuga, enemiga del centralismo urbano despótico, cuyos representantes conspicuos eran Buenos Aires y Montevideo. Doscientos años de larvados ideales, de ingentes sacrificios, de lastimosas frustraciones, de gentes heroicas que todo lo entregaban sin pedir nada en cambio.
Artigas y los “bravos orientales”
Quiero terminar estas reflexiones citando unas palabras de Artigas, poco conocidas, que hablan de la grandeza de aquellos mozos sueltos, hundidos en la mas oprobiosa miseria, que lo seguían a sol y a sombra hace dos siglos bien contados : “ Es un cuadro capaz de comprometer la humanidad hasta el exceso. La miseria no se ha apartado de sus filas. Desde el principio todo se ha reunido para atormentarles, y yo, destinado a ser espectador de sus padecimientos, no tengo ya con qué socorrerles. No se pueden expresar las necesidades que todos padecen expuestos a la mayor inclemencia. Sus miembros desnudos se dejan ver por todas partes y un poncho hecho pedazos liado a la cintura es todo el equipaje de los bravos orientales; mil veces he separado mi vista de un cuadro tan consternante; he recurrido a la fuerza, pero su resignación impone la ley de la ternura y es preciso ceder. He sido testigo de las mas tristes privaciones..La piedad, la compasión sobran para exigir el mas pronto auxilio a favor de unos hermanos que compran su libertad a precio de infelicidades”. Comparemos esta frase con una de Tucídides y todo se verá entonces con claridad meridiana. Dijo el historiador griego: “Recordemos que el secreto de la felicidad está en la libertad y que el de la libertad reside en el coraje”.