Ciudades mentales

Autor: 
Migdal, Alicia

“Se comprende mejor aquella sociedad del 900 si se la coteja con ésta en la que vivimos cien años más tarde, a la que conocemos, supuestamente, mucho más. Por debajo de las diferencias que son desde luego muchas, hay un fondo común en el que se recuesta el conjunto desde hace más de un siglo. No era, ni sería una sociedad excesivamente jerarquizada, de porte oligárquico. Proyectaba más bien una matriz igualitaria, ciudadana, polémica y por extensión partidista, pero raramente excluyente cuando argumentaba en favor de su legitimidad. Pero era también más joven, más extranjera que la de hoy; muy urbana, aunque bastante menos en el 900 que en el 2000(...) El Uruguay ya era en el 900 un país “vacío”, pero no estancado; por haber sido notablemente más joven e impetuoso, también muy cosmopolita, es que llama a la añoranza con la que nos acercamos al  despertar del siglo XX (…) En el brevísimo lapso de una generación, entre 1890 y 1905, el Uruguay se configuró como una sociedad nueva, moderna, probablemente menos innovadora que la aluvial del siglo XIX, pero más osada que la que se ambientó después, entre el Centenario y el triunfo de Maracaná “

José Rilla,”De cerca y de lejos”, en el volumen colectivo El 900, coordinado por Oscar Brando, Editorial Cal y Canto,  Montevideo 1999.
 
El Uruguay es un país muy joven en tanto nación y república, si lo comparamos con lo que se llama el Viejo Continente. Hace apenas un siglo  que se empezaba a consolidar una imagen cultural de nosotros mismos, con la llamada Generación del 900. Y hace dos siglos solamente que existimos como estado independiente, aunque, como se sabe, estas fechas y estas nociones pueden ser controvertidas y analizadas desde otros puntos de vista, que las discuten fuertemente y con argumentos sólidos.
 
No somos un pequeño país, como se dice todo el tiempo. Geográficamente tenemos más territorio que Inglaterra, por ejemplo. Lo que sucede es que somos un país despoblado, vaciado del contingente poblacional que podría hacer de este país-tapón, flanqueado por la enormidad geográfica de Argentina y Brasil, una república más heterogénea, más vital, más variada, con más opciones, que es lo que sucede en los países en los que el “menú” humano tiene una escala y una dimensión que asegura, desde el arranque, mayores volúmenes y proporciones de producción (material y simbólica). 
 
En el Siglo XIX nuestro “destino manifiesto” oscilaba entre formar parte de las Provincias Unidas o de la Cisplatina. Podríamos haber tenido más samba que tango, por ejemplo, de haber triunfado una u otras para anexarnos (algo de eso sucede hoy en la frontera norte). A contrapelo del ideario artiguista, que nos concebía como parte de una federación con las provincias “naturales” de la hoy Argentina,  empezamos a existir solos  pero demasiado cerca de la enorme nación de al lado, que habla nuestro propio castellano y comparte con nosotros buena parte de sus presupuestos culturales. 
 
Hacia la capital argentina se fueron todos nuestros grandes artistas a fines del siglo XIX y a lo largo del XX, y allí tuvieron las oportunidades que la escala porteña habilitaba: Horacio Quiroga, Florencio Sánchez, los hermanos Podestá, Carlos Gardel,  Juan Carlos Onetti. Unos hicieron de Buenos Aires su patria artística, como Florencio y Gardel, como los Podestá en el teatro, como Jacobo Langnser, China Zorrilla, Horacio Arturo Ferrer. Otros, como Onetti, absorbieron de la gran urbe, compleja y oscura, material espiritual para la mejor literatura uruguaya del siglo. El ir y venir entre las dos orillas no es el tema de este artículo (en ese caso habría que tener en cuenta otro ir y venir, el de los pintores que entre Uruguay y Europa  dieron forma a nuestro imaginario, como  Torres García, Barradas, Figari) pero sí debe ser consignado porque todavía funciona como espejo, invertido o deformante, de lo que somos o queremos. Y como espacio de consagración, no en el sentido esnob (aunque también) sino como modelo cultural que “nos lee”: Mario Levrero, narrador, y Marosa di Giorgio, poeta, (ambos murieron en 2004) expandieron su identidad literaria a partir de su publicación en Argentina. Y Fernando Cabrera, como síntesis de poeta, compositor e intérprete, es inspiración, a su vez, de muchos cantautores argentinos. Y la murga uruguaya es codiciada y seguida por muchos argentinos. El espejo funciona en ambos sentidos. El fútbol es un buen ejemplo de esta compleja relación.  (No voy a escribir acá sobre la mala programación argentina que coloniza a nuestra televisión privada. Es responsabilidad de sus dueños no comprar material noble)
 
Izquierda: Horacio Quiroga (Fuente: www.biografiasyvidas.com)
Derecha: Mario Levrero (Fuente: ilcorvino.blogspot.com)
 
A comienzos del siglo XX las fronteras mentales y culturales eran móviles respecto al pasado inmediato, a la vecindad con el gran país de al lado, a la mirada puesta en lo que hoy llamamos el primer mundo (y del que José Pedro Varela tomó modelos centrales para su reforma educativa). El pasado inmediato lo constituía “la tierra purpúrea” (José Pedro Barrán hablaría después de la “cultura bárbara” en Historia de la sensibilidad en el Uruguay),  como llamó en su novela a la Banda Oriental el escritor anglo-estadounidense William Hudson, visitante de nuestra tierra asolada por las guerras civiles entre blancos y colorados. Florencio Sánchez, es sus Cartas a un flojo, lanza con valentía  un grito alarmado sobre esa supervivencia absurda del honor basado en la muerte y la guerra. Julio Herrera y Reissig, gran poeta, dandy y provocador literario, escribe contra los uruguayos y contra lo uruguayo como país de débiles y burócratas en su "Tratado de la imbecilidad de la especie". Juguetonamente, fecha sus escritos en Tontovideo. (Aldo Mazucchelli publicó recientemente una importante y documentada biografía sobre él, "La mejor de las fieras humanas")
 
Julio Herrera y Reissig (Fuente: bib.cervantesvirtual.com)
 
 
Ciertamente, la vida cultural estaba concentrada en un territorio urbano pequeño (Ciudad Vieja, el Centro) y padecía de las debilidades de lo provinciano, de lo demasiado cercano entre sí propio de “el país de cercanías”, como dijo Carlos Real de Azúa.  De todo eso  huyó Quiroga y también de la poesía modernista y sus artificios culteranos, internándose en la selva misionera. Sobre ese espíritu provinciano de cercanías cayó como un rayo la poesía erótica y angustiada de Delmira Agustini, a la que también Herrera y Reissig y su amigo (y después enemigo) Roberto de las Carreras conmovían con cartas, polémicas y duelos. (Carlos María Domínguez escribió hace unos años  El bastardo, relatando la vida de Roberto y de su madre Clara García de Zúñiga, y también la obra de teatro La incapaz) Cuando Delmira es asesinada por su marido Enrique Job Reyes en una pensión en la que se encontraban después de divorciarse, y  él se suicida a continuación, no había forma de quedar al margen de tal tragedia. La crónica roja de la época la registró con fotos que hoy resultan obscenas por su tenor realista. (Hasta hace unos años existía esa pensión, en Andes y Canelones). Sólo la poesía erótica de Idea Vilariño (1920-2009) tendría después un efecto tan arrebatador sobre la sensibilidad de sus lectores, con su lenguaje conciso y su controlada desesperación (tal es una de las  funciones  de la literatura), en las antípodas de la forma preciosista del modernismo de Delmira.
 
El “ambiente espiritual del 900”, además de su filosofía positivista, su búsqueda de racionalismo y de humanismo, estaba también impregnado de esas tragedias y escándalos de la vida privada que la trascendían cuando los protagonistas eran artistas. Varios  murieron jóvenes y prematuramente, como si no se hubiera podido resolver nunca el dilema entre las constricciones de un ambiente provinciano y la clarividencia con que los artistas proyectaban sus sueños y sus deseos de más horizontes mentales y sensoriales. Delmira , la más joven, contradictoria  y poéticamente osada, murió a los veintiseis años; Herrera y Reissig y  Florencio a los treinta y cinco, Rodó, Quiroga, María Eugenia Vaz Ferreira, no llegaron a cumplir los cincuenta. Roberto de las Carreras vivió hasta la década del 60 pero internado en un psiquiátrico. Posterior a ellos, Juana de Ibarbourou, tempranamente consagrada como “Juana de América”,  se convirtió en el emblema de la poesía que podía ser leída sin rubor, aunque su vida estuvo llena de turbios fantasmas existenciales. Después de ser atesorada por todas las generaciones de escolares del Uruguay como la poetisa por antonomasia,  su muerte se produjo ya octogenaria y en condiciones de gran aislamiento.
 
Izquierda: Florencio Sánchez.
 
Los florecientes portadores de la novedad literaria, herederos a su vez de la literatura francesa, cometieron el mejor de los pecados culturales, es decir, tomaron la tradición, se  la reapropiaron,  y dieron forma así a una voz personal a partir de materiales artísticos preexistentes y cercanos en la contemporaneidad, como el que representaba el Modernismo de  Rubén Darío. Eran conscientes de sus influencias: no eran inocentes ni virginales desde el punto de vista literario. Como no lo era Onetti, gran lector de novelas policiales, de Louis- Ferdinad Céline, de William Faulkner, e impregnado de pesimismo existencialista. A diferencia de la pintura, difícilmente exista el escritor  ingenuo o inocente, descolgado de una tradición. Siempre se escribe, como dice Ricardo Piglia, en un contexto de lectura, y con capas sobre capas de influencias, interacciones inconscientes o conscientes.
 
Izquierda: Juan Carlos Onetti (Fuente: www.onetti.net)
Centro: Louis-Ferdinand Céline (Fuente: Wikipedia)
Derecha: William Faulkner (Fuente: 1000libros-y-mas.blogspot.com)
 
 
La conciencia alerta de estar en la historia fue el signo hegemónico de la Generación del 45 o Generación Crítica, integrada por quienes eran veinteañeros en la década del 40 y a los que el exilio producto de la dictadura dispersó por el mundo o dejó en Montevideo a la espera del fin de esos durísimos años: Angel Rama, Emir Rodríguez Monegal, Mario Benedetti, Idea Vilariño, Ida Vitale, Homero Alsina Thevenet, Hugo Alfaro, Carlos Martínez Moreno, Carlos Maggi. Importa mucho nombrar uno a uno a sus representantes más destacados,  ya que la marca de su tarea intelectual, de sus reformulaciones de la tradición, de sus preferencias culturales, de su actitud militante como hombres y mujeres de letras, no se repitió después con una análoga calidad global o con una conciencia semejante de estar operando sobre la realidad simbólica desde la poesía, la narrativa, la crítica cultural, el periodismo de fuertes opiniones. Hasta hace pocos años contábamos con H.A.T como director de El País Cultural.
Idea Vilariño murió hacenas dos años. El centenario de Onetti, mayor que ellos pero en muchos sentidos mascarón de proa del 45, se celebró en 2009, con un Onetti ya definitivamente consagrado en el mundo de los estudios, de la lectura, del mercado editorial internacional. Felisberto Hernández, coetáneo pero disidente, como un niño grande perdido en una fiesta, fue en cierto sentido relanzado editorialmente por esa Generación (Angel Rama en su Editorial Arca lo puso en circulación en los años 60) y rápidamente valorizado por un Cortázar, un Italo Calvino. Un destino análogo se puede decir que tuvo Armonía Somers, que fue leída y discutida gracias a la pasión crítica de quienes, desde lugares de poder intelectual, lo usaban para hacer crítica literaria, editar libros, generar polémicas útiles para el pensamiento. Todo corpus literario necesita un campo crítico que lo discuta.
 
Izquierda: Idea Vilariño (Fuente: filosofandoyotrascosas.blogspot.com)
Derecha: Mario Benedetti (Fuente: www.sigojoven.com)
 
Los escritores argentinos y muchos extranjeros siguen visitando el Uruguay, y Montevideo en particular, como quien regresa a una ciudad todavía abarcable, todavía vivible (por contraste), en la que se puede desandar el camino de la historia y reconstruir gentes y lugares del arte de una escritura que nos empezó a modelar hace apenas un siglo y que, hace cincuenta años (cincuenta años no es nada) ostentaba una pujanza intelectual desproporcionada en relación a sus eternos tres millones de habitantes. Por estar incluidos hoy en la global posmodernidad que todo lo homogeiniza, bien vale la pena destacar a todos los nombrados más arriba como ejes o diagonales que nos atravesaron, organizando una ciudad imaginaria, una ciudad mental, a la que siempre se puede volver, como hacen los argentinos, o los uruguayos que advertimos su existencia.
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